domingo, 30 de octubre de 2016

LA CHICA DEL TREN: insustancial enigma voyeur

Reconozco no haber leído la obra literaria de Paula Hawkins en la que se basa la película, aunque las referencias que me han llegado no son demasiado buenas, aunque acostumbro a desconfiar de esos éxitos literarios que se convierten en grandes éxitos de la noche a la mañana y que la gente que en su vida había leído un libro compra aunque solo sea para quedar bien en el andén del metro camino al trabajo.
Apenas un año después de arrasar en las librerías se estrena La chica del tren, la adaptación que dirige Tate Taylor, quien se hiciera conocido por su labro tras Criadas y señoras.
La chica del tren es un thriller sobre la desaparición de una mujer que no tarda en poner sus cartas sobre la mesa y presentarnos a los seis sospechosos para que el espectador empiece a hacer sus cábalas y tratar de averiguar quién es el malo de la función. En realidad, todo gira alrededor de Rachel, un deshecho de mujer, alcohólica y obsesiva, que cada día observa con envidia la aparentemente feliz vida de Megan (que casualmente es vecina de su exmarido y canguro de la hija de este con su actual esposa) desde la ventanilla de su tren hasta que descubre que esta tiene una aventura y decide ir en su busca para expresar su indignación. Precisamente la noche en la que la muchacha desaparece sin dejar rastro. En ese momento se pone en marcha un supuestamente retorcido puzle donde se pretende jugar con el espectador y desviar su atención de un lado hacia otro para complicar un poco el juego. Estamos, de hecho, ante una versión de La ventana indiscreta donde el voyeurismo se torna obsesión. Lo malo es que para ello Taylor hace demasiadas trampas, como los saltos en el tiempo que impiden conocer todos los datos hasta que el guionista lo considera oportuno (y rompiendo contantemente el ritmo de la historia, de paso), aunque al menos hay que reconocer que algo de sorpresa sí consigue que haya.
El problema con la película es que todos los personajes son tan condenadamente desagradables que casi da lo mismo quien sea el culpable de lo que ha sucedido. Los tres personajes femeninos de la película parecen tener más de un problema psicológico, y ninguno de los masculinos es precisamente un santo. En ocasiones, como en la magnífica Elle, tener personajes oscuros ayuda a intensificar el drama, pero ni Taylor es Verhoeven ni la historia va en ese camino.
Pese a los esfuerzos de Emily Blunt por dar empaque a un personaje vacío (todo su relleno es artificial e impostado), la sonrisa angelical de Haley Bennet (no hay que fiarse de esta chica, recuerden Hardcore Henry) o los cameos (uno de ellos fugaz) de dos estrellas televisivas del pasado, lo cierto es que la película resulta ligeramente anodina. Todos los giros de guion, todas las subtramas, por ingeniosas que sean, están tan forzadas que pierden la naturalidad, resultando poco sorprendentes o incluso inverosímiles alguna, mientras que el intento de repartir el protagonismo entre las tres mujeres (incluso con el uso de sus nombres a modo de capítulos dentro de la película, algo que se olvida de repente) dificulta aún más la empatía con la atormentada Rachel, que se supone es el objetivo final para lograr la comunión entere público y película. Quizá la guionista Erin Cressida Wilson haya olvidado que una de las dificultades de adaptar una novela sea la de saber transcribir el lenguaje literario al cinematográfico, y que cosas que funcionan en un medio no valen para el otro.
Con todo, la intriga está bien conseguida y todos aquellos que desconozcan la novela podrán jugar a adivinar el resultado final del puzle que, al menos, no se ve venir tan de lejos como en otras intrigas similares. Si es que aceptamos creernos las cosas tal cual nos las cuentan, claro está.

Valoración: Seis sobre diez.

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