domingo, 7 de junio de 2015

NUESTRO ÚLTIMO VERANO EN ESCOCIA (6d10)

Simpática película ligeramente pretenciosa a la que le cuesta algo arrancar pero que, como si de una serie se tratase (y ahí está el televisivo David Tennant para dar fe de ello) precisa de un cierto espacio de tiempo para llegar a hacerse uno con los personajes y conseguir un punto de complicidad con los mismos.
Con un aroma algo pedante a cine indie al estilo Pequeña miss Sunshine y compañía, la película es una tragicomedia que arranca mostrándonos la descomposición de un matrimonio y las consecuencias que ello tiene para los niños pero que enseguida, con la excusa de una gran fiesta familiar de aniversario, se traslada de Glasgow a las Tierras Altas escocesas para dejar el protagonismo en manos de los protagonistas más pequeños  (los niños  tenían cinco, seis y once años respectivamente cuando se rodó la película) que son los verdaderos descubrimientos del film y de cuya conexión con ellos dependerá que la película guste o no.
Nacida a la sombra de una popular serie británica en la que unos niños sin guion se enfrentaban a situaciones diversas de la vida, sus creadores concibieron esta aventura familiar como una prolongación de la misma, que en su arranque puede resultar algo pesada por la sensación de sabiduría suprema que muestra el patriarca familiar (el abuelo interpretado por Billy Connolly es a mi entender de lo peor del film) pero que no tarda en reconducirse.
Por supuesto, aquí sí que hay un guion, lo que implica que nada de lo que hacen o dicen los niños es creíble desde un punto coherente, pero la ternura y positivismo de la narración invitan a que hagamos un acto de fe y nos dejemos arrastrar por la filosofía de vida de estos niños y su forma (mucho más coherente, por otra parte, que la de los adultos, pues se dejan llevar sólo por los sentimientos, dejando de lado los prejuicios) de entender la vida y la muerte.
Porque sí, esta es otra de esas películas en la que los niños actúan como adultos mientras que los adultos se comportan de manera estúpidamente infantil, muy al estilo también del cine de Wes Anderson, aprovechando de refilón para hacer algo de crítica social contra los medios de comunicación (algo a lo que empieza a habituarse en sus papeles Rosamund Pike, la cual, en un papel en las antípodas de Perdida, vuelve a ser lo mejor de la función), la obsesión por el dinero (y el distanciamiento familiar que ello provoca) y la incomunicación entre seres queridos.
Mucho mensaje, como veis, que puede llegar a abrumar si uno pretende ver algo más que una simple comedia ligera, una contraposición entre la vida rural y la gran ciudad (para ello ayuda, y mucho, los preciosos paisajes escoceses) y un intento totalmente ingenuo y fantasioso, pero delicioso al fin, de meterse en la mente de un niño. Si conseguimos centrarnos solo en ello, evadiéndonos de los intentos de  sus guionistas y directores, Andy Hamilton y Guy Jenkin, de insuflarnos con su filosofía existencial, la película nos resultará gratamente disfrutable, tierna y divertida en algunos momentos, conmovedora y amarga en otros.

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