martes, 6 de mayo de 2014

POMPEYA (7d10)

Viendo esta película hay dos títulos que inevitablemente me vienen a la memoria.  Y no se trata de ninguna de las cintas catastrofistas que tan bien sabe plasmar en pantalla Ronald Emmerich (aunque también), sino que hablo más bien de Titanic de James Cameron y Pearl Harbor, de Michael Bay. En los tres casos se trata de espectaculares superproducciones, con grandes efectos visuales, cargados de épica y basados en historias reales. 
Y en los tres casos se rodean de una historia romántica que flojea por todas partes con unas interpretaciones mediocres que en ningún caso deben empañar el espectáculo visual que debe imperar en todo momento. Aunque Bay se tomó ciertas licencias en su narrativa, tanto Cameron como ahora Paul W.S. Anderson han tratado de plasmar la realidad de la tragedia histórica con una fidelidad casi literal. Naturalmente, este tipo de películas tienen un grave problema. Sus directores suelen estar enamorados de un periodo clave de la historia, pero si se limitasen a plasmar esos hechos sin más estaríamos hablando de documentales y no de películas, así que deben rellenar la hora y media de metraje que no corresponde a bombardeos, hundimientos o erupciones con algo que, a la postre, no va a interesar a casi nadie más que como aperitivo a la gran traca final. En los tres casos, además, se apuesta por una trama romántica para cautivar al público femenino.
Así, Pompeya pretende vendernos la historia de Jon Nieve, digo de Milo, el único superviviente de una tribu celta a manos de una legión romana que crecerá como esclavo con la idea de la venganza grabada a fuego en su mente (¿alguien ha nombrado a Conan?). Ya como adulto es enviado a Pompeya como esclavo para luchar en la arena contra otros gladiadores donde, como en la reciente (y penosa) Hércules se convertirá en el mejor amigo y aliado del que se supone su mayor rival, el señor Eko, digo Atticus. Aparte de luchar por su vida en los calabozos de Pompeya, con situaciones que recuerdan a cualquier película carcelaria, tiene tiempo el chico para enamorarse de Casia,  una bella doncella ya que, como es natural, no va a conformarse con una sirvienta cualquiera, sino que el niño se encapricha –y viceversa- de la hija de un rico mercader que es quien parte el bacalao en la villa romana. Para complicar la historia de la dama y el vagabundo entra en escena Jack Bauer, digo Corvus, un senador romano que no solo quiere llevarse a la ciudad eterna a Casia sino que además es quien comandó la legión que aniquiló el pueblo de Milo (y es que en el fondo el Imperio Romano era un pañuelo). 
Como se puede ver, un reparto muy televisivo (a Kit Harington, Adewale Akinnuoye-Agbaje y Kiefer Sutherland les acompaña Jared Harris de Mad Men como padre de Casia, Sasha Roiz, de Caprica, como mano derecha de Corvus y solo la inolvidable Trinity de Matrix, Carrie-Anne
Moss aporta el caché cinematográfico suficiente). Sólo esto podría ser ya una muestra de lo poco que interesa a los productores la historia que se cuenta como relleno, cuya única finalidad es la de mostrar cuerpos musculosos, peleas espectaculares y una ligera tensión sexual adornando este triángulo amoroso calcado del que inmortalizaron Leonardo Di Caprio, Kate Winsley y Billy Zane en Titanic. Pero es entonces cuando debemos recordar al protagonista real de la película, el Vesubio, la “montaña” que gruñe junto a Pompeya por designio de los dioses, presencia impresionante en la mayoría de planos generales de la película y origen y final de todo lo que verdaderamente interesa a Paul W.S. Anderson de su historia.
Pompeya no es una obra maestra, pero tampoco pretende serlo en ningún momento. Es trepidante, impresionante, adrenalítica y muy espectacular. Y toda la marabunta de tópicos que se apelotonan en su trama argumental se compensa por la fidelidad absoluta que con la que se describe la erupción del Vesubio y la devastación de Pompeya. Tal fue la tragedia que sufrieron los habitantes de esa villa de recreo romana que es importante insistir en el asesoramiento de historiadores y geólogos para no caer en el error de que lo visto en pantalla pueda ser una exageración en pos del espectáculo, ya que vamos a contemplar terremotos, erupciones volcánicas y hasta un tsunami.
Con una deliciosa reconstrucción de la época que nada tiene nada que ver con la palomitera y poco más Los tres mosqueteros, del propio Anderson, el director británico sorprende con su sobriedad a la hora de filmar, sin abusar de la cámara lenta que tanto le gusta utilizar para hacer lucir el estado físico de su mujer Milla Jovovich en la saga Resident Evil, con un uso brillante e inteligente de la tecnología 3D (no en vano es admirador y fiel seguidor de James Cameron) y que nos regala maravillosas panorámicas de la impresionante reconstrucción de Pompeya, travelings aéreos sobre el volcán y un despiporre visual que, por una vez, se pone al servicio de la historia y no al revés.
Así pues, magnífica la historia de Pompeya, flojita la de Milo y Casia. Técnicamente perfecta, es absurdo exigirle una historia a la altura cuando, en realidad, poco nos va a importar el destino de sus protagonistas. Quizá por eso en lo único que flojee Anderson es en poner el peso dramático final en sus personajes en lugar de estremecernos con los miles de muertos anónimos, quizá sin percatarse de que en la referenciada Titanic emocionaba mucho más con los planos de los cadáveres sumergidos que con la cafre de Rose negándole un hueco de la balsa al desdichado Jake.
Humo, lava, rocas incandescentes y mucha ceniza. Y, por en medio, alguna que otra pelea de gladiadores. No pidamos más. Es suficiente para disfrutar.

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